La paz, ese paréntesis



Después de 15 años, el proceso de paz en Guatemala retrocede en componentes esenciales: remilitarización de la sociedad (de la que apenas es un símbolo el retorno de una camarilla militar a puestos centrales de gobierno); deslegitimación de las representaciones democráticas (partidos, congreso, sistema de consejos de desarrollo, alcaldías cautivas de intereses corporativos); masificación de la pobreza; hegemonía cultural e ideológica radicalmente opuesta al espíritu de la paz: individualista, autoritaria, violentamente competitiva, acumuladora, resignada, frente al consenso colectivo, solidario, redistribuidor, abarcador, implícitamente esperanzado, al que creímos comprometernos el 29 de diciembre de 1996.

La visión en conjunto plantea un parte aguas histórico: no solamente el estancamiento y/o fracaso en el cumplimiento y desarrollo de los Acuerdos de Paz, sino la reversión hacia un nuevo pacto de élites de corte neoautoritario, agudizadamente excluyente, determinado por las lógicas de acumulación criminal de los principales actores (transnacionales, oligarquía tradicional y nuevos ricos, narcotraficantes, Estados Unidos, Unión Europea a través del Acuerdo de Asociación, sectores militares…) Este nuevo consenso se traduce en un predominio progresivo de la gestión cívico-militar, en detrimento de una institucionalidad democrática cada vez más vacía y rutinaria, y tiende a desconocer la forma y sobre todo el fondo de los Acuerdos de Paz e incluso del proceso democrático iniciado en 1985.

Paralelamente, el momento más débil en el cumplimiento de los Acuerdos puede representar, para los movimientos sociales y los actores críticos y conscientes, la transición hacia un nuevo paradigma, que asuma algunos de los principios del proceso de paz, pero los trascienda para redefinir las bases constituyentes de nuestra convivencia: en lo económico, político, social, cultural e ideológico, combinando los cambios hacia fuera con el replanteamiento interno de actores y formas de lucha. De esta refundación, es necesario mencionarlo, no está ausente la actual democracia electoral y el sistema de partidos.

Este libro reúne artículos publicados entre 1996 y 2011, con la intención de provocar una revisión integral del proceso de paz, que nos ayude a ubicarnos en el hoy y perfilar el después. Se respeta la literalidad de las opiniones planteadas en cada momento, evitando la tentación de releer lo escrito a la luz de los fantasmas, las dudas o las posibles certezas del ahora.

Por tanto, encontrarán en los textos contradicciones parciales, proclamas discutibles, ilusiones efímeras, intuiciones amargas y sueños vigentes. Encontrarán además, es mi deseo, una comprensión de la paz como proceso más que como agenda y documento; como apuesta social más que institucional; como movilización masiva (hoy considerada amenaza); como cultura de transformación y no como razón pragmática; como construcción conjunta, colectiva, plural, permanente y entusiasta, en vez de la actual epopeya del desencanto, síntesis de lo que no fue.

La paz entendida, por fin, como propuesta referencial y generacional de cambios para Guatemala, ese “minúsculo pedazo de tierra que por ahora nos toca transformar”, en palabras de Mario Payeras en “Latitud de la flor y el granizo”. Minúsculo pero enorme al igual que los desafíos y la esperanza que genera.


La paz en su diacronía

Diciembre 2011, décimo quinto año de la paz, vigésimo sexto de gobiernos democráticos. El balance resulta desolador: violencia, feminicidio, inseguridad, incertidumbre económica y social, incremento de la miseria, remilitarización, represión. Siete de cada diez mujeres y hombres sobreviven en condiciones de pobreza y pobreza extrema (distinción que apenas remarca la línea divisoria entre lo inadmisible y lo inaceptable). Son asesinadas 18 personas diariamente, 40 niñas y niños al mes. El 49% de la población padece desnutrición crónica. Se mueven anualmente 50 millones de municiones y circulan tres millones de armas de forma ilegal. Dirigentes sociales sufren amenazas, persecución, encarcelamiento, deslegitimación de sus ideales y sus luchas. ¿De verdad corresponden estas cifras a una realidad democrática y una convivencia pacífica? 

La comparación con respecto a 1996, año de la firma de los Acuerdos, es insatisfactoria. Si mencionamos un aspecto específico, la violencia, advertimos que el estratégico fortalecimiento de la seguridad bajo principios democráticos se resiente ante el avance de, al menos, las siguientes dinámicas:

• Concepción de la seguridad como negocio.

• Privatización y corporativización de la seguridad, es decir, su utilización por grupos de poder económico para la defensa de sus intereses.

•Criminalidad de la actividad económica: incremento del peso de actividades como narcotráfico, contrabando, lavado de dinero, trata de personas, evasión de impuestos, y vinculación economía legal-economía criminal.

• Reactivación del poder del Ejército.

Asimismo, se deterioran las condiciones para la participación política y social. La persecución a miembros de organizaciones populares tiende a limitar las movilizaciones en defensa de los bienes de las comunidades, en protesta por la impunidad, la situación económica o la injusticia social. Se perpetúa la cultura de la imposición y la confrontación, proveniente de una sociedad en la que la opresión y explotación de pueblos indígenas, mujeres y población mestiza pobre es base de la acumulación.

Paulatinamente, pierden fuerza el discurso y la cultura de la paz: frente a la colectividad, la humanidad, la solidaridad, el diálogo, se impone una visión individual, competitiva, impositiva, de gana-pierde y sálvese quien pueda: o sea, quien acumula riqueza y privilegios históricos.

El esquema de poder continúa intacto: no ha habido cambios de fondo en cuanto a su democratización (medio) ni a la redistribución (resultado). Por el contrario, se fortalece el modelo económico de raíz primaria agroexportadora; el Ejército gana fuerza como institución generadora de “paz social” o “conciliador de intereses” y hoy es epicentro de la gestión pública; la presencia de empresas transnacionales y el narcotráfico, con influencia directa sobre la institucionalidad y los mecanismos de toma de decisión, genera un nuevo reordenamiento (anti)democrático.

En este marco, el Estado se aleja de una visión articuladora, favorecedora de consensos en lo económico y lo político. Es un Estado débil desde el punto de vista de la sociedad; fuerte como Estado empresario, Estado militar, Estado corporativizado o Estado criminal.

Como una constante histórica, los resultados de la paz se diluyen para las mujeres. La violencia física (más de 600 asesinadas cada año, en contextos de tortura y violación) lanza un nada confuso mensaje de desmovilización política y retorno al hogar, en momentos de fortalecimiento del movimiento de mujeres y feminista, y de impulso de una nueva ética fundamentada en la radicalidad política de lo privado, y la coherencia entre lo íntimo, lo privado y lo público.

Reconfiguración autoritaria

Los Acuerdos de Paz parten del reconocimiento de que “reviste una importancia fundamental fortalecer el poder civil, en tanto expresión de la voluntad ciudadana a través del ejercicio de los derechos políticos, afianzar la función legislativa, reformar la administración de la justicia y garantizar la seguridad ciudadana, que, en conjunto, son decisivas para el goce de las libertades y los derechos ciudadanos; y que dentro de una institucionalidad democrática, corresponde al Ejército de Guatemala la función esencial de defender la soberanía nacional y la integridad territorial del país”.

En menos de 15 años, la brecha entre lo firmado y la práctica se profundiza. La disputa entre la agenda de la paz y la agenda de acumulación neoliberal se salda con creces a favor de la segunda. Los intereses tradicionales, aunados al control de nuevos ámbitos de acumulación económica, la importancia progresiva de la economía criminal y la presencia creciente de transnacionales, atentan contra el espíritu transformador/igualador de la paz. 

En el camino, no sólo determinados acuerdos firmados dejan de ser cumplidos, sino que caen paradigmas explícitos o implícitos que dieron vida al proceso:

• El paradigma democrático, sustituido por el autoritarismo como apuesta de las elites (reedición del pacto oligarquíamilitarismo, ascenso de grupos económicos “emergentes” con la violencia como instrumento).

• El paradigma del predominio de lo colectivo y lo público (garantizados por un Estado fuerte), derrotado por la ideología de lo particular, y por la política concebida como extensión de intereses corporativos y gremiales.

• El paradigma de una comunidad internacional comprometida con el proceso de paz, debilitado por la presencia activa de transnacionales y gobiernos con lógicas de saqueo.

• El paradigma de la seguridad y la estabilidad política e institucional, superados por el abuso de la violencia y la aceptación creciente de la extralegalidad (estados de excepción, medidas de emergencia, rupturas institucionales, recurso al golpe de estado), por parte de todos los actores de poder, incluidos en determinados casos las transnacionales extranjeras.

Este escenario neoautoritario o de “rearme ideológico de la derecha” como afirma el periodista uruguayo Raúl Zibechi, apunta a la marginación definitiva de los Acuerdos de Paz e incluso de la institucionalidad democrática derivada de la Constitución de 1985.

Un nuevo ciclo de luchas

El accionar de los movimientos sociales en este periodo se caracteriza por una doble tendencia, aparentemente contradictoria: 

1) la incapacidad de impulsar la agenda de la paz; 

 2) la superación de la misma, a partir de la emergencia de propuestas de transformación del actual modelo explotador, mediante formas de lucha, participación y representación renovadas.

En cuanto a lo primero, los movimientos sociales guatemaltecos no han tenido capacidad de convertirse en actores con incidencia para ejercer contrapeso al modelo económico privatizador. Los Acuerdos de Paz han desaparecido del debate público, sustituidos por la administración del mercado y el predominio de factores de poder tradicionales y sus operadores políticos.

Las secuelas del conflicto armado y el genocidio (miedo a la organización y sobre todo desestructuración social y comunitaria), la lógica de la sobrevivencia (que prima lo inmediato frente a lo estratégico), la individualización promovida por el modelo neoliberal, la cultura de resignación y sumisión (producto de siglos de dominación) explican parcialmente el protagonismo escaso del movimiento social: indígenas, mujeres, sindicatos, campesinos…

Sin embargo, la autocrítica y el reconocimiento de las causa internas de la debilidad actual son fundamentales para remontarla. Menciono razones de orden organizativo y de visión estratégica, señaladas como tendencias no universales, pero sí generalizadas:

• la desvinculación de luchas inmediatas y por la sobrevivencia con luchas de carácter político-estratégico, por transformaciones estructurales,

• la dificultad de aunar luchas populares, indígenas y de mujeres (claves en un país de mayoría rural, indígena y femenina). No existe una cultura y práctica de las diversidades,

• la desarticulación y sectorialización de las demandas, desarrolladas de forma temática, no integral,

• la onegeización (predominio de “oficinas” en detrimento de organizaciones de base). Parte de esta debilidad es que las organizaciones no buscan promover movilizaciones sociales sino que compiten clientelarmente por poblaciones y comunidades,

• la caducidad de liderazgos y formas organizativas y la desconexión entre ciertos liderazgos y la base social y comunitaria, 

• la incoherencia entre el discurso y las prácticas (por ejemplo, perspectiva de género versus acoso sexual dentro de las organizaciones), la desadaptación a los nuevos contextos, y la readaptación a los mismos de los proyectos de sociedad y las estrategias organizativas,

• la incomprensión de la existencia de nuevos paradigmas (feminismo, cosmovisión), nuevos actores (comunitarios y otros) que cuestionan las visiones clasecéntricas y partidocéntricas tradicionales.

Todavía predominan elites sociales sobre el movimiento; la visión esquemática sobre la lectura complejizadora y problematizadora de la realidad; la homogeneización por encima de las diferencias; el activismo sobre la reflexión estratégica. Existen múltiples espacios de lucha, pero desarticulados y en ocasiones contrapuestos, que se han impuesto sobre el espíritu unificador necesario para promover cambios.

La segunda tendencia dentro del accionar de los movimientos hace referencia a un ascendente ciclo de luchas, donde se fortalecen nuevas demandas y visiones (defensa del territorio, nacionalización del sector eléctrico, derechos de las mujeres y desde las mujeres –concebidos como elementos para una nueva organización social-, autonomías de los pueblos, refundación del Estado) no incluidas en los Acuerdos de Paz, y adquieren protagonismo actores fortalecidos en las dinámicas “identitarias” y la articulación intersectorial (este es en mi opinión uno de los grandes logros del proceso de paz: la construcción de movimientos sociales a partir del reconocimiento de la pluralidad de los sujetos transformadores). Además, se empieza a abrir un nuevo ciclo de lucha por transformaciones estructurales: la refundación desde la raíz de nuestro modelo de organización y convivencia.

Las consultas comunitarias en el marco de la lucha por la soberanía de los bienes naturales, constituyen un ejemplo de este nuevo ciclo de movilización social, parcialmente exitoso, ya que está pendiente la asunción de los resultados por parte del Estado. Las consultas generan dinámicas de articulación territorial y sectorial, superan los límites de la democracia representativa y retan la esencia excluyente del Estado, fortaleciendo la soberanía popular e implican, por ello, nuevas construcciones de lo político: desde las comunidades, los territorios, los colectivos.

Esta segunda tendencia apunta a una transición/ruptura con el proceso de paz, a partir de un nuevo pacto histórico, fundamentado en el papel protagónico en la toma de decisiones de las comunidades y pueblos organizados, las luchas público privadas de las mujeres, la recuperación del tejido comunitario y de las dinámicas comunitarias, la moralización de la política y la construcción de un modelo económico con dignidad y justicia, todo lo cual tiende a la refundación del actual modelo y al establecimiento de nuevas formas de relación y organización política, económica y social, con la memoria histórica (de la opresión y las luchas) como eje de construcción.

Para consolidar este ciclo son imprescindibles transformaciones en los referentes y formas de lucha, así como en los instrumentos y prácticas organizativas. Los movimientos sociales deben acometer al menos los siguientes retos:

• articulación sectorial y territorial, concebida como apuesta permanente y estratégica,
• vinculación de luchas étnicas, de género y de clase (y otras como las derivadas de la condición etárea),
• articulación de lo comunitario-local con lo nacional y el sistema-mundo,
• articulación urbano-rural-comunitario,
• articulación político-social, evitando que se inviertan prioridades y se coopten luchas,
• articulación del presente con el pasado: la memoria histórica de las grandes luchas de resistencia,
• participación en las luchas de nuevos actores, a partir de la centralidad y protagonismo de los actores comunitarios (tierra, territorio, soberanía), los pueblos indígenas y las mujeres,
• consideración de la diversidad de luchas y actores como reto y no como problema,
• vinculación de luchas estratégicas con luchas por la sobrevivencia, que superen el alejamiento de las necesidades y problemas inmediatos (transporte, alimentación, etc.),
• protagonismo de la juventud: el relevo generacional de las luchas,
• fortalecimiento de nuevos liderazgos, para descentralizar y desurbanizar el movimiento social: las organizaciones locales y las comunidades como centro de las acciones de resistencia,
• fomento de procesos de formación permanentes, orientados a la construcción de propuestas estratégicas,
• promoción de la reflexión, el debate y la autocrítica,
• promoción y vinculación de esfuerzos formativos, investigativos, técnicos y políticos.
•desonegeización no en el sentido de eliminar las ONGs sino de vincular su trabajo a proyectos y movimientos sociales y comunitarios, sin suplantar ni desvincularse del movimiento social,
• desarrollo de nuevas formas de lucha,
• renovación de programas,
• fomento de la ética, la honestidad, la humildad y la coherencia en el accionar,
•finalización de la descalificación y los ataques personales entre integrantes de organizaciones sociales,
• superación del inmediatismo y el electoralismo,
• definición de estrategias para transformar el poder.

Escenario: un nuevo tiempo histórico

El conjunto plantea tanto una reconfiguración autoritaria, como la recuperación de la praxis transformadora previa a la firma de los Acuerdos de Paz. El reto consiste en la reapropiación del espíritu de transformación que dio origen a los Acuerdos de Paz para superar el modelo actual y promover un nuevo consenso social que transite: de la injusticia a la superación de la miseria; de la exclusión a la participación; de la democracia corporativa al poder de todas y todos, en el marco de un nuevo Estado Multinacional promotor de los derechos de hombres y mujeres. 

Un nuevo consenso donde el hambre, la violencia, la persecución, los asesinatos, los niños muertos por hambre, todas y todos los asesinados, no sean vistos de forma cotidiana, sino como una situación anormal que se debe transformar de manera urgente. La paz como ilusión y esperanza de transformación recuperada.


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